MÓRRiGÁN, Gran Reina de la Guerra y la Muerte: dá a luz la nueva Vida, el amor y el deseo
¡PORQUE BRiGANTiA ES iNFiNiTAMENTE GRANDE! Nací bajo la tutela y protección de Mórrígan, diosa de la Guerra y por lo tanto de la Muerte: es la Morena mi hada Ángela. Gracias a la Segunda Guerra debo la existencia y gracias a la Muerte debo la pervivencia. Nací honestamente tan sinvergüenza qu'el valemadrismo guía mi percepción, asombrando santos budistas de la Karma y adeptos a la virgen de Guadalupe, por igual. Nací tanto más impredecible -qu'enyuntando la mujer la ola marina y la clima de un sólo tiro- que Khronos a veces desenlaza Anankaia por el placer de observar la evolución de mis andadas.
Usando la calentura de nuestros padres -nos hayan planeado o no, sean pareja o ni vuelvan a encontrarse jamás- el Hado nos trae a ésta Ribera cuanto más marginados más protegidos y en mi caso, bajo las Alas de Mórrigán. Tan brigante espíritu se manifestó desde mis primeros recuerdos, olvidados conscientemente y manifestados intuitivamente haciendo caminos de locura al andar. Quizás milagros quizás pecados inequívocamente tomo mis decisiones, anque espanten la monotonía de aldeanos aburridos entre carceleros mandamientos.
Desde mis brumas iniciales vislumbro al Bosque, cuyo lenguaje del movimiento ya conoce nuestro cuerpo desde antes de nacer, como lo saben otros bichos y las plantas, los aires y las aguas, la tierra y el fuego. No es el movimiento autómata y euclidiano de la rueda -o de la idioma hablada-, sino la música de las esferas que observamos después de morir la tarde. Mis mayores olvidaron tal lenguaje por razonar con la idiomática y me prohibían sordamente ir al Bosque, qu’entre cantos de lechuza y aullidos de lobo ofrecía protección, mientras Mórrigán desaparecía amigos y enemigos a diestra y siniestra: no fueran a ser tentados con descubrirnos por cobrar la recompensa. En las guerras entre bestias humanas tan sólo el oro vale y como nunca alcanza, deslumbra: sólo aviva fuegos fátuos de glorias efímeras y trahiciones sin fin, como toda ley apocalíptica.
Tal guerra mantenía en las afueras a mis mayores durante semanas y hasta meses, dándome grandes oportunidades para escabullirme al Bosque. Los ancianos dueños de la finca bajo cuya tutela quedaba, decidieron llevarme con ellos cuando salían a cazar conejo, nutria, jabalí y ciervo, o a recolectar frutillas, hongos, trufas y chalotes: al menos así iría conociendo algunas veredas y evitarían perderme.
El desperdicio de nuestras comidas alimentaba otros animales de la finca, pero en cualquier descuido llevaba huesos, pieles y entrañas a la orilla del Bosque donde dos perritos me esperaban con su madre en cercanía, observando a contraviento creyendo no ser vista. Poco a poco se fué acercando al paso de los días para olerme las manos y volverse mi amiga. Se anunciaban con sendos y cortos aullidos para evitar extraños, mientras la lechuza ululante sobre la cerca me apremiaba a satisfacer su gula: sabía que siempre traía algún tembloroso ratón para ella. Poníamos trampas para controlarlos o se comían todo lo nuestro, hasta la ropa a veces. En cuanto abría la trampa salía corriendo y ella lo atrapaba planeando cual gato alado para llevárselo al nido. Así nació mi fascinación por volar.
Siendo parte del Bosque, por seguir a los bichos conocí más veredas bajo su guía y protección, que con los ancianos abuelos adoptivos más bien depredadores del Bosque: casi se desmaya madame Bastié cuando conoció en el cubil a los perritos con todo y mamá, me dijo se llamaban lobos y por ello escogió al apodo que me designa hasta hoy. Mis dos actas de nacimiento me nombran diferente en una idiomática que nunca escupí: mientras la una dice “bastardo” la otra dice “reconocido”. Cosas de mi tedesco padre: en una ganábamos la guerra y en otra, buscaban un soldado Ryan a sangre y fuego aquellos cascos redondos que “no eran nuestros amigos”.
a mi abuelo, el Chambergo Negro de los Balkanes
Usando la calentura de nuestros padres -nos hayan planeado o no, sean pareja o ni vuelvan a encontrarse jamás- el Hado nos trae a ésta Ribera cuanto más marginados más protegidos y en mi caso, bajo las Alas de Mórrigán. Tan brigante espíritu se manifestó desde mis primeros recuerdos, olvidados conscientemente y manifestados intuitivamente haciendo caminos de locura al andar. Quizás milagros quizás pecados inequívocamente tomo mis decisiones, anque espanten la monotonía de aldeanos aburridos entre carceleros mandamientos.
Desde mis brumas iniciales vislumbro al Bosque, cuyo lenguaje del movimiento ya conoce nuestro cuerpo desde antes de nacer, como lo saben otros bichos y las plantas, los aires y las aguas, la tierra y el fuego. No es el movimiento autómata y euclidiano de la rueda -o de la idioma hablada-, sino la música de las esferas que observamos después de morir la tarde. Mis mayores olvidaron tal lenguaje por razonar con la idiomática y me prohibían sordamente ir al Bosque, qu’entre cantos de lechuza y aullidos de lobo ofrecía protección, mientras Mórrigán desaparecía amigos y enemigos a diestra y siniestra: no fueran a ser tentados con descubrirnos por cobrar la recompensa. En las guerras entre bestias humanas tan sólo el oro vale y como nunca alcanza, deslumbra: sólo aviva fuegos fátuos de glorias efímeras y trahiciones sin fin, como toda ley apocalíptica.
Tal guerra mantenía en las afueras a mis mayores durante semanas y hasta meses, dándome grandes oportunidades para escabullirme al Bosque. Los ancianos dueños de la finca bajo cuya tutela quedaba, decidieron llevarme con ellos cuando salían a cazar conejo, nutria, jabalí y ciervo, o a recolectar frutillas, hongos, trufas y chalotes: al menos así iría conociendo algunas veredas y evitarían perderme.
El desperdicio de nuestras comidas alimentaba otros animales de la finca, pero en cualquier descuido llevaba huesos, pieles y entrañas a la orilla del Bosque donde dos perritos me esperaban con su madre en cercanía, observando a contraviento creyendo no ser vista. Poco a poco se fué acercando al paso de los días para olerme las manos y volverse mi amiga. Se anunciaban con sendos y cortos aullidos para evitar extraños, mientras la lechuza ululante sobre la cerca me apremiaba a satisfacer su gula: sabía que siempre traía algún tembloroso ratón para ella. Poníamos trampas para controlarlos o se comían todo lo nuestro, hasta la ropa a veces. En cuanto abría la trampa salía corriendo y ella lo atrapaba planeando cual gato alado para llevárselo al nido. Así nació mi fascinación por volar.
Siendo parte del Bosque, por seguir a los bichos conocí más veredas bajo su guía y protección, que con los ancianos abuelos adoptivos más bien depredadores del Bosque: casi se desmaya madame Bastié cuando conoció en el cubil a los perritos con todo y mamá, me dijo se llamaban lobos y por ello escogió al apodo que me designa hasta hoy. Mis dos actas de nacimiento me nombran diferente en una idiomática que nunca escupí: mientras la una dice “bastardo” la otra dice “reconocido”. Cosas de mi tedesco padre: en una ganábamos la guerra y en otra, buscaban un soldado Ryan a sangre y fuego aquellos cascos redondos que “no eran nuestros amigos”.
a mi abuelo, el Chambergo Negro de los Balkanes
la Niña Cartimandua: La NiÑA - verano de 1919: petición de mi capitana Isabel Drake
la Hurraca Azul: Unas visitas Chillonas, otras Copetonas (1995)
el Bosque: Haute Vallée de Chevreuse
la Hurraca Azul: Unas visitas Chillonas, otras Copetonas (1995)
el Bosque: Haute Vallée de Chevreuse
Leído.
ResponderBorrarEres un crac Loup y te pongo el LOBO con mayúsculas. Gracias mi amigo.
Me gustaría que leyeras un cuento no tan cuento sobre lobos que creo que te gustará mucho, de un amigo escritor llamado Isidoro Arias Valcárcel. Te paso el enlace, habla ¿cómo no? sobre los lobos y el miedo atávico a ellos.
ResponderBorrarhttp://cuentosnaweb.blogspot.com.es/2017/08/piel-de-lobo-1.html
Leyendo leyendo mi Capitana, gracias y besitos...
ResponderBorrarMira tú, que al abrir la dirección que dices, entré tanto en materia con el lobezno y éso que lo leí todo hasta donde vá y olvidé publicar éste comentario.
GRACiAS CAPiTANA, sensacional escritor tu amigo Isidro.
Abrazos del Grumete