Despejó mi marasmo cuán roja se ocultaba la Luna tras aquel Guerrero ¿privado de borracho? durmiendo junto a la Doncella Dormida. Sintiendo cercanía, mi ombligo Line despertó y se fue a preparar nuestro desayuno: esperaba que viniera a cenar en su casa para ésta Navidad, acabando la temporada del café del Soconusco. A ritmo de traqueteo rielero, olvidaba para siempre ver la Flor durmiendo en un féretro: un parpadeo y estaba besando aquella frente tan helada; otro parpadeo y dejaba la pluma ya sin tinta ahí dentro juntito, escuché -«Solamente uno le pegó, lástima qu'en el mero corazón»- dejando a la Nueva Alemania a l'Argovia y a la cuanta Madre parpadeo tras parpadeo, cuando resopló la Rielera que mejor consultara con mi ombligo allá por la capirucha. M'encamisaba una amplia mancha café sobre un corazón donde antes traía la pluma, bajo un chambergo de palma a la cabeza coronando mi careta a ojo cerrado.
A ritmo de traqueteo rielero, cavilaba qué mano asesina descartando parientes: mas bien cortan la cabeza de un tajo si uno no es de la sangre... un plomazo era portar armas como milicos que ya ni la firman o alemanes que la firman y reafirman... Nunca falta el radiecito de baterías informando noticias a grito pelado, justo cuando Morfeo asomaba:
-«...residente de México nacido en Alemania, regresó a su finca para darse un tiro en el corazón, sin dejar testamento ni nota alguna a su desconsolada familia...»- delatando espontáneamente una mano asesina y pagadora de kilométricas firmas. El más vale correr que morir sinrazón de fuga, al no poder seguir sin la Flor hermanó nuestra solución: unos cambiando Vida y otros Ribera, simplemente nos morimos y ya'stuvo.
¿Qu'el corazón sustituye al Alma? No. No queda de otra, callaba un Khronos lento al exceso: la Flor de mi Alma, germinó en la Otra Ribera
cuando el Amor llega así d'esta manera secuestra Corazónes y ni agua vá
Parando en la Botanera, la Flor sugirió Café bien cargado antes de seguir a Nueva Alemania. Dos cargados y un beso en cada mejilla después, conducía entre dos películas: al frente destacaba la brecha qu'el Piojo iluminaba, al fondo los perjúmenes de la Flor tocando la piel qu'envolvió mi Alma su Alma entre mis manos, apagando la más encendida Puesta de Sol de mi Vida, mientras el Piojo tesoneramente centraba la brecha.
Cuando la Volcata nos llevaba buscando piedra quebrada, le platicaba al Inocencio con quién merendé y de San José.-«¿la Flor? ¿la Flor de la Botanera? Cuidado mi Don qu'es Bruja, segurito le hechó la regla al café paque sea su títere.»- Bajando a levantar piedras para llenar nuestra Volcata, ví un montón al otro lado de la mata vegetacional. Rompiendo enredaderas me agaché por la primera y escuché una bataola con movimientos tan marcadamente agónicos, que voltié la cabeza sin mover nada más. Casi en mi nuca, una Naullaca Verde tragaba con cada espasmo a un Basilisco también verde pero inerte ya. De casualidad, suerte o brujería -nunca sé- no podía envenenarme con su herramienta ocupada en comer. Aún muerto, las escamas a contracorriente del Basilisco evitaban que lo vomitara.
entre Cafetales Ofidios y Basiliscos
Lunes tras Lunes todo me venía fácil y hasta me nacían ideas que compartía, bajo supervisión de Don Jorge el Patrón y simpatías del Jefe tête de boche: como añadir espacio de carga a la Volqueta, mediante dos sencillas varillas que ponían horizontal la tapa trasera, aumentando su capacidad a 40 costales pizcados más sobre menos viajes a los pantes de café.
Con el Inocencio pusimos mano a la obra y en menos que canta un gallo encabezábamos rutinario viaje de prueba, costales y gorrones extra encuclillados por arriba. Subiendo en primera la pendiente más empinada de Nueva Alemania, la Volqueta comenzó a morirse por exceso de costales y bruscamente cambié a dual, desapareciendo el techo del benefico bajo el tablero -mientras nos abandonaban los gorrones- metí embrague y la gravedad prefirió rodarnos de regreso sin más caballitos encabritados, conduciendo con mi retrovisor izquierdo y los -«viene, viene»- del Inocencio al otro lado, bombeando el freno poco a poco hasta parar. Operándolo suavecito sin brusquedades, no se volvió a encabritar en toda la temporada de café.
Al otro Lunes quité las puertas de la Volqueta y puse un tubo a cada lado del marco, como tenía la Rielera para subir a la cabina. Sorpresivo chubasco convirtió nuestros caminos en resbaladeros jabonosos y trampas infalibles. Patinando perdía velocidad la Volqueta subiendo vacía al pante mientras aumentaba los coletazos de pescado. Don Jorge -el Patrón ni más ni menos- agarró los tubos nuevos y clavando botas en el lodazal, gritó: -«¡Levanta la caja!»- y accioné el hidráhulico para añadir peso sobre la tracción, -«¡Acelera en segunda!»- y desembragando segunda viendo al frente, escuché una serie de tortazos tapando los desesperados -«¡Ya párale, ya párale!»- de Don Jorge, cubierto de pies a cabeza con el fango que soltó violentamente cada patinazo del yoyo (ruedas traseras gemelas) provocándonos carcajadas a diente batiente, incluyendo tan adolorido y enlodado patrón.
De ahí en adelante me recomendó Joaquim ya no modificara nada más, especialmente los Lunes.
Cada Sábado caía en la Botanera y la Flor encantada de hechizarme. La pluma que me dió nunca se quedaba sin tinta, a pesar del exaustivo firma que te firma, Sábado tras Sábado y abarcando desde gasolineras hasta San José: kilómetros de tinta para apagar los más ígneos atardeceres.
El repelente humor tan Otto, Hans y Fritz del jefe tête de boche -disparaba mi nada humilde causticidad- cubría la tedesca timidez tan natural del recién huído desde Alemania Oriental. El fin de semana, Joaquim y el Piojo (Ford 1948, mi favorita: la deportiva entre veredas del Café) bajamos a Tapachula para actualizar sus papeles de asilo, además de reportar mi FM-2 (identificación) evaporada en aquella bolsa de marino. Hasta revisaron con la Botschaft von Deutschland de México si yo era yo: ach du lieber Gott!
Allá cuando se rebelaron los colgados ganaron una tierra con libertad de ser esclavo si eres indio y ser dios cuando eres rubio. Desde el Sábado comenzaba mi asueto hasta el Lunes a las siete -ya bañado y rasurado- a bordo del Piojo mi transporte oficial y algunos encargos desde Tapachula: llenar tambos de gasolina o refacciones pa'l viejo máistro de Taller en Argovia. El primer Sábado entré al cine -para gozar de aire acondicionado- y exhibían el Salario del Miedo con Yves Montand. Me aferré al asiento por si volábamos hasta los cielos: en precarias camionas y veredas como las de Argovia, transportaban nitroglicerina en vez de café.
entre Burdeles y Botaneras: Tapachula
Saliendo de vuelta al horno, sed y hambre guiaron mis pasos al primer burdel gastronómico que topé. Una mirada escrutadora bajo mi cafetalero chambergo de palma no obtuvo respuesta y pude ocupar una mesa tranquilamente. Sentada adornando la barra, una mesera cenaba su descanso en turno, con porte y gallardía nada comunes. Notando mi entrada se levantó con dos cervezas y una sonrisa -«¿Necesitas compañía, mi Güero?»- clavando su par de ojos negros a venta en mis pupilas.
-«Si me acompañas a merendar ya tenemos trato»- respondí. Cada tres cervezas consumidas incluían botanas locales cual manjares de la Rielera. -«Me llamo Flor»- informaron casualmente aquellos ojos negros sirviendo mi tercera botana. Entre relatos desde Chauites hasta su niñez entre pescadores y manglares, el Domingo nos alcanzó y la Flor trajo mi cuenta. Cómo pasa el tiempo cuando pasa, ni duda cabe que muy muy a gusto. Gusto truncado bruscamente por el cinto casi vacío de billetes y sin cobrar mi primer sueldo en Argovia. Sin tener ni pa la propina olvidemos pa la factura entera, decidí abrirme de capa con la Flor, mientras cavilaba qué tipo de prisión militar fronteriza hospedaría mis pobres huesos.
Inmutable la Flor fué hasta la barra para traerme una pluma: -«No se me agüite mi Güero, los alemanes nunca traen efectivo porque acá asaltan, todos firman y a veces hasta pagan ¿tú crees?.»- guiñando cómplice mirada de quien conoce la vida. Acá se vale que´l profesional seduzca como parte del tratamiento, vale más exprimir caderas y carteras que cerebros y otras mierdas. Sinceridad mutua maneja la subasta: cuánto vales cuánto tienes cuánto tiempo. Cerrando su Botanera, la Flor propuso que si acaso quería conocer mejor los manglares de la Rielera -«nada como ir con sus primos a San José y regresar de madrugada»- en fugaz parpadeo mientras jalaba mi mano para subirse al Piojo.
Descubrí entonces que no soy fácil sino facilísimo, ninguna necesidad de ahijados traidores ni bolsa de marino alguna. Pa qué quisiera otro Domingo non Sancto, pudiera serme adictivo.
Ya bañadito con ropa nueva, entrando al cantar de aves tropicales y desaforados loros en bandada, me presenté con aquel tête de boche ahora mi jefe. Caminando junto al Joaquim muy contento -cavilaba qu'en la vida ganaría mis denarios más fácilmente qu'en una Jeep o Willys sobre paradisíacas veredas verdes- casi entro a punto del desmayo cuando presentó a Inocencio mi ayudante, paradito ahí junto al vehículo designado: una Ford de volteo, un monstruo d'esos qu'en la vida ni abordé jamás.
Mi mejor cara de pompa y circunstancia escaló la cabina y tras el volante, escrutaba cómo diablos arrancar bajo la inquisidora mirada del tedesco. Al estribo del copiloto subió Inocencio tan tranquilo, mientras descubría unas llaves pegadas junto al tubo del volante y una palanca de velocidades con su esquema igual al auto del pueblo, menos mal. Embragué la neutral mientras pisaba el freno y al girar la llave, cual auto del pueblo la cosa ésa arrancó con ralentí suavecito y parejo.
Decidiendo averiguar fuera de miradas inquisidoras qué diablos sería un botón rojo integrado a la palanca, quitando al freno de mano metí primera y solté cuidadosamente como nunca en la vida al embrague. La cosa ésa avanzó lentamente y mientras recordaba roturas del cable de embrague en carretera -llevando al auto del pueblo a destino con cambios a oído- embragué a neutral y otra vez para meter segunda sin ruidos escandalosos bendita sea, dejando tranquilo al escrutador tête de boche.
Desde el estribo Inocencio nos encaminó por aquel dédalo verde hasta estacionar a medio arroyo para cargar arena lavada. Extrañamente bajó con dos palas y enseguida regresó junto a la cabina, aclarando que acá los choferes palean parejo con los ayudantes. Por lo visto era mi día pa las sorpresas, bastante lejano ya de utópicos sueños paradisíacos. Después de largo y sudoroso rato, Inocencio expresó amablemente:
-«Oiga mi Don, asté nunca ha hechado pala antes ¿verdad?»- Atrapado en curva respondí jadeante:
-«Pero cómo no, desde niño en la finca de mis abuelos, después en el jardín de mi madre y así siempre he metido las manos pa todo.»- despertando sonoras carcajadas del Inocencio (no, no lo era ni tantito), qu'empezó a darme cátedra de cómo hechar pala:
-«Primero hay que llenar la pala al tope, despuesito la columpea tantito p'atrás antes de lanzarla p'alante encimita de su hombro y solita se vaciará en la Volqueta.»- mientras ilustraba con otra palada pa llenar la cosa ésa -«Por llenar media pala son más paladas y se cansa más.»- sin mencionar que le imponía más trabajo bajo el mismo Sol. Probé y efectivamente, tanta razón tenía mi nuevo camarada -el ayudante era yo- qu'empecé a retarlo y llenamos la cosa ésa en un santiamén. Descargar fue fácil, Inocencio movió una barra de la caja que soltaba su tapa trasera mientras accioné otra palanca junto al freno de mano, descubriendo que sólo funcionaba en neutral con el freno puesto y al acelerar un poco levantaba la caja hasta vaciarse ahí solita y solita bajaba nuevamente a su lugar.
cascada San Francisco, finca el Edén
Fuimos al Edén por dos viajes más de piedra bola -"del tamaño de tu cabeza" había indicado aquel simpático tête de boche- y un bañito en la cascada antes de entregar la cosa ésa. Regresando pregunté al Inocencio dónde comer algo más que frijoles, tortillas y café -aburrido menú del comedor para trabajadores- y me presentó una familia chamula: por módica suma me alimentarían cual cerdo d'engorda, declaró antes de retirarse a su cantón. Como todo trabajador fijo vivía con su familia por el ejido.
Desde nuestro último viaje con piedra sentía arder mis palmas y al sentarme para cenar en la casa chamula ya quemaban insistentemente. Un vistazo y llenas de ampollas reventadas: no era lo mismo ganarse la vida "metiendo las manos para todo" como cazador o pintor, únicos oficios que practiqué hasta ahora además de ser estudiante, qu'echar pala en diabólica competencia por vez primera. Imposible palear mañana en tales condiciones.
-«No se despreocupe Don»- dijo aquel Tata chamula viendo mi predicamento, trinchando un limón y partido, sobre las brasas del fogón hasta que salieron chispitas. Me tomó una palma e inclementemente lo aplicó sobre mis ampollas. Más valía no haber nacido que sentir ésos hilos subiendo al sobaco pa bajar al ombligo, ni tiempo de gritar ni evitar que lo mismo a mi otra palma, maldito viejo sádico tan socarrón diciendo -«No sea chillón, Don»- mientras su mujer nos servía un sancocho de Armadillo capaz de remediar cualquier entuerto. Tan opípara cena me aletargó y olvidé palmas, brazos y piernas adoloridos para entregarme a Morfeo.
Me despertó un hambre que parecían dos, mis palmas con cuero curtido en vez de piel. Maldito viejo sabía su oficio, además de sádico era curandero me confió después el Inocencio. Desayuné en la casa chamula agradeciendo al Tata que mis palmas con suela de zapato ya podían palear día y noche si fuera necesario, mientras su mujer servía tamales de pípila con atole champurrado. Así reparado fui a soportar las instrucciones del tête de boche y a seguir practicando cambios con aquél misterioso botón rojo: el famoso dual que daba ocho velocidades a mi Volqueta -no, ya no era "la cosa ésa"- para andar implacable con carga pesada entre subidas y bajadas.
Pitando impaciente bufaba aquella Rielera al tironear sus vagones y de paso, despejar mi letargo. Abrazado a mi lámpara sobre una banca de la estación, la bolsa de marino con mis elementales pertenencias evaporada y el ahijado pegoste casualmente ausente -cuya pauta de mal parido o mal abortado asentó mis pies sobre la tierra- a correr se ha dicho tras el tren que ganaba velocidad, sin lastres de equipajes ni malas compañías.
Secretamente llevaba un cinto d'esos con cierre donde metes billetes de alta denominación, demasiado pocos para tan precaria situación. La Rielera ni m'espantó bien el sueño y bajo su vaivén traqueteado y amodorrador, regurjité el porqué inicié questa gesta:
«Emprendí el viaje para conocer la Costa Chica y ventilar mi relación acapulqueña, la Conchita pegosteando su hijo adolescente por aquello de la imagen masculina. Pensando así levantar los bonos de nuestra relación, ilusamente accedí. Finalizando la brecha costera hasta Puerto Escondido, regresamos a Pinotepa trepando la sierra Madre hasta Oaxaca y bajar después al Istmo de Tehuantepec.
Pasando Juchitán nos bajamos en Tapanatepec, ya hartos del bamboleo en repletos Dinas que sólo sabían circular a vuelta de rueda bajo calores inclementes -eso sí sobre cualquier terreno- para abordar al tren costero hasta Tapachula. Los vagones serían más espaciosos que cualquier lata de sardinas retacada hasta el techo y atardeciendo llegamos a la Estación Chauites.
Comimos en el mercado brindando un par de cervezas. De reojo ví que´l ahijado conversaba animadamente con nuestra mesera y discretamente m'esfumé hasta la estación. Obviamente se pusieron de acuerdo para despojarme, creyendo los denarios en mi bolsa de marino. La muy fichera añadió algún fármaco a mi cerveza y apenas alcancé aquella banca donde la Rielera me despertó pitando desquiciada.»
Mudar resoplidos y traqueteos de la Rielera por gritos femeninos ofreciendo viandas, disiparon mis ensoñaciones y estimularon mi estómago. Entre manglares paradisíacos flotaba otra estación, cuyas mujeres ofrecían comida y bebida mientras los varones cerveceaban las hamacas. Llenar el estómago despejó mi cabeza y recorrí el tren para desentumir las patas. La Rielera lanzó su advertencia y volvió a bufar, pariendo ése traqueteo que rebobinaba todo el paisaje. Así, durante todo el día y la noche también, pasaron selvas y manglares entre paradas y manjares.
Aclarando apareció Tapachula y despedí a la Rielera. En típica población fronteriza olvidada por Dios y amonestada con la milicia, tropezaba entre burdeles y talleres, cuestionando: -¿Necesitan mecánico?- y todos con la misma letanía:
-«Por acá no hay trabajo Güero, arriba en la Sierra tá comenzando la temporada del café, ahí necesitan choferes.» repicaban mentando la "Nueva Alemania" y que por la salida de Chicharras salían los redilas de pasajeros.
Colgado entre medio del redilas, bamboleado por una multitud que apretaba, arribé a la Finca Argovia de Nueva Alemania antes del anochecer. Un boche tan tedesco cual cabeza cuadrada, se presentó como Joachim el administrador, dando instrucciones: dónde cenar, dónde está la Tienda, donde dormir y presentarse mañana ya bañado y rasurado a las siete. Compré una manta, ropa, pasta dental, jabón y rasuradora, antes de irme a cenar y dormir tranquilo como tronco.
Después de cumplir otro viaje de piedra quebrada para construir el muro seco, cerrando así un deslavado de torrenciales lluvias veraniegas, manejé la Fordcita de volteo por dos viajes más de arena y rellenar así al hueco hasta reconectar la brecha del café a Tapachula. En éste último viaje estacionado ya cerca del borde, jalé la palanca que libera la tapa trasera y accionando el hidráhulico para levantar la caja, oí el temible eructo del Tacaná: escuché la trepidación desde abajo mientras la camiona se paraba de manos y bajo su tablero desaparecía el mundo entero, una mano gigantesca jalándome del estómago con todo y pulmones y mi vista 10 años p'atrás.
Un guiño y era mi cuarto con sensación de mareo, viendo pasar las siluetas matutinas de Cercedilla sobre la pared de enfrente, proyectadas de cabeza a través de un agujero en los ventanales: tras colgantes pajaritos mañaneros desfilaba el panadero pedaleando su bicicleta con la canasta llena, el borrico arrastrando largos leños amarrados a su montura, la vendedora cantando bolsas de piñones por kilo (anoche me tragué dos bolsas) todos colgando del techo, cuando entré en espiral dando vueltas y vueltas más y más rápido, hasta vomitar los dichosos piñones una y otra y otra vez, apestando todo el cuarto con los fermentos de abajito mis narices y la lengua de fuera conteniendo la tos.
Sentí mi pelo mojado pero en vez del vómito era el arroyo circulando por el techo de la cabina, sin creciente menos mal. Poco a poco logré despegar mis manos del volante, apagar el motor y mis piernas soltaron al tubo de la dirección para salir y observar los daños, el agua a los tobillos. La Volqueta era un verdadero blindado: su caja protegió la cabina aporreada por años de brecha, ahora seis ruedas patas p'arriba.
-‘‘Buenas noticias, mi Don: la arena cayó en su lugar y por éso la Volcata libró al muro’’- anunciaba Inocencio desde los cielos, d'entre las copas que ocultaban la ribera.
Hay segundos que suelen ser eternos, sobre todo cuando (¡cuándo NO!) yo solito ando metido en situaciones que más valiera no haber nacido. Como estar colgado afuerita de la Skywagon (avioneta Cessna sin asientos con puerta abierta) los brazos cruzados al pecho volando a 3 Km de altura, el Lago de Tequesquitengo como un lavabo chiquitito allá abajo, enfrente del Nevado de Toluca y las Volcanas (Izta y Popo) por mi derecha.
Pataleando rabiosamente, me arrastré como gusano por el rojizo túnel oscuro que apretaba todo mi ser, pugnando por tomar el aire que mis ardientes pulmones demandaban y tanta opresión impedía, hasta alcanzar la luz y así nacer de un maldito grito, escuchando:
-“posición de arco, checa tu altímetro”- la voz del Oscar en mi nuca a breves instantes de abandonar su reliquia voladora de los años 50’s, tan presente urgencia igualando mi pensamiento con aquél primer grito:
-“¿de dónde diablos me agarro?”- entre vuelta y vuelta.
La Perica (mi Combi verde) seguido me lleva por Tepoztlán y hoy topamos con mi amiga Jaranera de profesión y por gusto, en el Abrevadero de los Dinosaurios. Me pide un aventón para cuando regrese a la Hacienda, pues - "acabo de rentar casa por ahí cerquita, poquito más arriba." - Durante el camino me cuenta cómo diez anos antes se quemó parte de ésa casa, que’l dueño dió por muerto a su inquilino y de cómo (estúpidamente) se le ocurrió levantar un acta ¡¡por si las moscas!!. Nada más que faltaba el cuerpo y de un extranjero para colmos, años tardaron las autoridades en dar por cerrado el caso: casi tildan de asesino al pobre dueño. Le costó un dineral de abogados y nunca más nadie supo nada de "aquél inquilino fantasma".
Llegando a la cabaña recién rentada veo unos muros chamuscados con el apagador fundido, antes de pasar al baño y cerrar la puerta. Después, bajamos sus cosas y las pongo en la recámara, intuyendo antes de preguntar por dónde debo ir.
Entrando a la cabaña apenas escucho que inicia una tormenta con rayos. Cansado, me apoyo contra la pared cerrando un momentito los ojos; al abrirlos ya es de noche. Con la parpadeante luz de los relámpagos veo mi cama y la puerta abierta de la recámara. Con trabajos, como entumido, logro acostarme.
El Sol asoma por la ventana para cachetear cálidamente mi despertar, ayudado por un estómago vacío hasta los retortijones, -“traigo puesta la ropa del viaje, me dormí llegando”- . Un duchazo y la Bula Matari me conduce a Tépoz, hacia Paolo y su Pizzería. La pared anuncia que’s Miércoles por medio del Candelario, pero yo sigo en Domingo: me encanta del autismo, que mi tiempo sea más relativo que'l difunto Albert Einstein. Poco después, estoy encargado de encender el Arcoiris y como si nada allá por Zicatela de Puerto Escondido.
Bien preparado por mi compadre don Lucio, el Rayo m’encuentra. Pega en una varilla arriba del techo, sigue el cableado hasta el apagador donde está apoyada mi cabeza -cansado por conducir mil kilómetros desde Wirikuta- namás para ¡apagarme la Memoria, cuánta ironía! Olvido que soy el encontrado, al tiempo que cada parpadeo avanza los candelarios varios días, a veces varias semanas o por varios meses y hasta que la Jaranera necesita éste aventón a la cabaña.
Desde la Otra Ribera resuenan las risotadas de mi compadre, mientras acabo de escribir este relato: “… asté lo atrajo ¡por andar curando máquinas, compadre! El Rayo encuentra a los que curamos …”
Al encontrarte el Rayo aparece un Arcoiris de colores, sin rencores viejos con amigos nuevos, en tiempo de aquí y ahorita, materialmente jodido con todo el Astrolabio contento, cambiando mi Bula Matari (una VW Safari) por la Perica (una VW Combi verde).